Tal día como hoy, hace 35 años

Por Carlos ARENAS POSADAS

Manifestación en Sevilla, el 4D de 1977. Foto: Manuel Sanvicente
Manifestación en Sevilla, el 4D de 1977. Foto: Manuel Sanvicente

El 4 de diciembre de 1977, Andalucía tuvo también su «diada». Cerca de dos millones de personas, dicen las crónicas, se manifestaron en todas las capitales y pueblos andaluces en reclamación de su autonomía política, según rezaban las pancartas que encabezaban las marchas. En Barcelona, un cuarto de millón de andaluces recorrió las ramblas hasta la plaza de Sant Jaume con el mismo objetivo. El pueblo andaluz, proclamaron los líderes políticos en las tribunas, demandaba participar de igual a igual en el diseño territorial del nuevo Estado democrático con la misma legitimidad que se le otorgaba de oficio a Cataluña y al País Vasco.

Miles de banderas andaluzas cubrían las cabezas de los manifestantes; mujeres y hombres, manifestantes de toda edad y condición -es decir, burgueses y proletarios, clases medias, profesionales y jornaleros-, aparecían allí cohesionados por un mismo sentimiento de agravio, de protesta por la discriminación territorial que se avecinaba. Causó sorpresa en toda España que la Andalucía apática y desconocida, la madre de todos los tópicos españolistas, se levantara contra su españolidad.

 Cerca de dos millones sí; pero no todos los presentes interpretaron de la misma manera aquella demostración multitudinaria. A una parte de la burguesía presente, especialmente a la burguesía agraria, la autonomía política podría servirle para mantener el tradicional control sobre la gobernanza local. A los empresarios, la autonomía debió parecerles el instrumento para erradicar los privilegios concedidos por Franco a los grandes bancos españoles, para interrumpir el flujo de capitales que obligatoriamente había salido de las cajas de ahorro andaluzas para financiar la industrialización fuera de Andalucía. España y los españolistas (catalanes y vascos incluidos) les habían robado.  Para las clases medias y profesionales, la Autonomía les brindaba la posibilidad de convertirse en la futura clase política en sustitución de los burócratas franquistas. Todos ellos y una parte de los intelectuales presentes envolvieron sus expectativas de futuro en discursos identitarios: el 4 de diciembre se confirmó la existencia de un sentimiento común a los andaluces, afloraba una identidad compartida, un mismo sentido de la vida, una lengua propia -alguien pidió a Alfonso Guerra que pronunciara su discurso en andaluz-, una historia, la del siglo XIX,   en la que Andalucía fue la vanguardia en la lucha por las libertades contra carlistas vascos y catalanes y, posteriormente, por la opción federalista en el Estado español.

Para la inmensa mayor parte de los presentes, obreros, jornaleros, clases populares, la autonomía sería el bálsamo milagroso que corregiría el atraso secular, el  desempleo masivo, la incultura, la carencia de interlocución con los poderes reales o fácticos. Para todos ellos, el 4 de diciembre era el día de la liberación de sus señas de identidad: del arraigado sentimiento de discriminación, desprecio y humillación alimentado durante siglos.

Todos unidos en torno a la bandera blanca y verde; todos contra la bandera española y contra los españolistas. En la manifestación de Sevilla, miles de personas gritaban «!que la quiten, que la quiten!» señalando la bandera española colgada de algún balcón. “!Solo queremos banderas andaluzas!», coreaban. La bandera de los españoles, la de Franco, que no la de los andaluces,  resumía la razón de todos los agravios. Manuel José García Caparrós, un obrero de la fábrica de cervezas Victoria, fue abatido en Málaga cuando trataba de arrancar una bandera española colgada de la fachada de la diputación provincial.

Que cerca de dos millones de andaluces revelaran a toda España su voluntad soberanista fue utilizado para resolver el problema del encaje entre Andalucía y España. El referéndum celebrado el 28 de febrero de 1980 ratificó que Andalucía alcanzara las máximas cotas de autogobierno permitidas en el Estado de las Autonomías.

Solucionado el problema de los límites geográficos y de las competencias políticas, tocaba abordar el resto de los problemas económicos, sociales y culturales de la joven comunidad autónoma. Para ello, los andaluces dieron sucesivas mayorías parlamentarias al partido socialista, entendiendo que la burguesía regional estaba moralmente desautorizada para liderar la transformación. Durante tres décadas, el PSOE aplicó en Andalucía la más genuina de  las estrategias  socialdemócratas: potenciar el desarrollo capitalista para repartir más equitativamente el producto resultante. Qué duda cabe que, en las décadas siguientes, los andaluces mejoraron sus niveles de renta y bienestar al compás de sucesivas «modernizaciones». A nivel comparado, no obstante, la resultante no fue tan alentadora. En los últimos treinta años, Andalucía no ha convergido en niveles de renta, productividad, I+D, etc., con las regiones más prósperas de España, y sigue siendo una la de las regiones donde más se visualiza la desigualdad social.

Y es que todos los capitalismos no son iguales: no todos contribuyen de igual manera al desarrollo y al reparto de la riqueza. Todo depende de la calidad de las instituciones que los definen. El capitalismo que el PSOE andaluz contribuía a perpetuar era y es un capitalismo raquítico, basado en el acceso desigual a los recursos productivos, la obsesión por la búsqueda y captura de rentas, un sistema financiero que apenas ha invertido en economía productiva y sí en el sostenimiento de un aparato administrativo autonómico con metástasis clientelar, en hinchar la burbuja del ladrillo y, sobre todo, en explotar una mano de obra abundante y barata debido a su escasa formación y a las intolerables tasas de desempleo. La sobreoferta de brazos que antes hacían rentable el latifundio, después hicieron rentable la construcción, la hostelería y otras actividades de  escaso valor añadido.

Llegado al 4 diciembre de 2012, en plena depresión económica y emergencia social motivado no solo sino también por la peculiar modalidad del capitalismo en Andalucía, es hora de mirar  treinta y cinco años atrás para ver qué se hizo de aquellas ilusiones de 1977.  De las reivindicaciones de entonces, la reforma agraria quedó postergada para satisfacción de los terratenientes que han percibido cuantiosas ayudas europeas que mejor hubieran resultado repartidas entre las comunidades campesinas; de la reivindicación del pleno empleo para qué hablar: la tasa de paro supera como entonces el treinta por ciento, con el agravante de que el empleo hoy existente es mucho más precario que entonces. La cuestión identitaria andaluza quedó deliberadamente carcomida por la rivalidad provinciana. Las banderas andaluzas ya no ondean y las españolas se dejan  ver para  apoteosis de los nacionalismos “históricos”.

Al contrario de lo que ha ocurrido en Cataluña y en el País Vasco, incluso en Galicia, en Andalucía se renunció a proseguir avanzando en su construcción como país. Una renuncia agradecida desde Madrid porque contribuía a la gobernabilidad de España al PSOE y a sus aliados naturales  CIU y el PNV, y porque garantizaba la perpetuación de la división regional del trabajo en España donde Andalucía quedaba como vendedora de naturaleza y mercado reservado para las regiones “emprendedoras”; tal renuncia, eso sí, ha sido  recompensada con inversiones públicas en infraestructuras, Ave, Exposiciones Universales, fondos de cohesión procedentes de Europa y de las regiones ricas, aunque todo junto, ha contribuido poco al desarrollo andaluz y mucho a los buscadores de rentas próximos al poder.

La crisis actual evidencia hasta qué punto se han frustrado las ilusiones colectivas de los andaluces en 1977. No hay resignación sin embargo; hoy las manifestaciones y protestas contra los responsables de la crisis y contra los recortes se suceden tan numerosas o más que las de antaño. Los movimientos 15-M, 25-S, indignados, contra los desahucios, jornaleros, médicos, universitarios, etc., se articulan para expresar el descontento y proponer posibles alternativas. Los sindicatos retoman su viejo concepto de movimiento socio-político aliándose estratégicamente a las organizaciones ciudadanas para expresar que otras políticas son posibles para salir de la crisis.

Casi todos esos movimientos reclaman al poder político y financiero que rectifiquen y restauren el estado del bienestar que un día les fue rentable. El estado del bienestar es una reclamación bienintencionada, y necesaria, pero me temo que resultará fallida, por la simple razón de que pasaron a la historia los contextos que lo hicieron posible. Hoy, para competir en mercados globales, el capital necesita reducir los costes laborales directos e indirectos; de ahí los recortes y también la ofensiva mediática sobre la inevitabilidad de los mismos y la ofensiva política contra los valores democráticos y los derechos adquiridos; una ofensiva que no es sino la punta de un iceberg que emergerá, si es necesario, con embestidas mucho más traumáticas.

En Cataluña, son muchos los que creen que un Estado soberano cambiará la actual coyuntura de crisis por otra de prosperidad. Me parece que no acaban de identificar correctamente el enemigo a batir. Yo también creo que la solución a la crisis sistémica actual pasa por la reivindicación soberanista en Andalucía. Naturalmente, no se trata de que pidamos la independencia y desempolvemos las banderas blancas y verdes, ni siquiera que le añadamos un estrella roja para hacerlas más asumibles. Se trata de otro tipo de soberanía, la que hay que conquistar frente al poder omnímodo de las entidades financieras, de las multinacionales, de los mass media. Una soberanía que se conquista simplemente a partir de decisiones personales, racionales, en la colaboración con otros individuos, como pequeñas bolas de nieve que echan a rodar cuesta abajo, cada vez más voluminosas, hasta configurar una alternativa a la estafa de un sistema capitalista que ha hecho del empobrecimiento de la inmensa mayoría, el principal nicho de negocio.

La soberanía a la que me refiero tiene diferentes manifestaciones: es la soberanía alimentaria que se consigue consumiendo productos de proximidad que recompensen a los campesinos expoliados por los grandes distribuidores; es la soberanía financiera colocando nuestros ahorros en bancos éticos que no especulan y ofrecen créditos a proyectos sostenibles creadores de empleo. Me refiero a la soberanía energética comprando la electricidad que necesitamos en nuestros hogares a cooperativas de usuarios que inviertan los beneficios obtenidos en producir energías limpias y baratas; me refiero a la soberanía escolar a través de enseñantes y  Ampas que libere a nuestros niños de repetir contenidos abstrusos y chauvinistas, cambiándolos por  otros que estimulen la creatividad y el trabajo en común.  Los ámbitos de esta soberanía –durante la dictadura los llamábamos espacios de libertad-, son ilimitados y, aunque embrionarias, hay organizaciones soberanistas que la promueven.

Si la burguesía catalana ha conseguido imponer la agenda territorial a un aparte considerable del pueblo catalán, incluso a partidos y sindicatos de clase, en Andalucía bien podríamos reivindicar nuestra “diada” del 4 de diciembre reclamando a los partidos de izquierdas hoy en el poder que no se queden atrás, que reflexionen sobre las repercusiones de su interlocución privilegiada con la CEA, que abran canales directos de interlocución con autónomos, pymes y cooperativas y, sobre todo, que alimenten la llama de este nuevo soberanismo popular y sin banderas que trata de conseguir la independencia contra el verdadero poder central: el poder de financieros y corporaciones multinacionales.