Confinamiento/34 y final: Racismo y civismo

Washington, protestas contra el asesinato de George Floyd. Foto de Ted Eytan en Flickr

Por Javier ARISTU

Termino hoy mis reflexiones del confinamiento. Mañana lunes la mayoría de los españoles entramos en una tercera fase que nos llevará, no sabemos todavía de qué forma y con qué resultados, a una nueva normalidad, según marca de Pedro Sánchez. La vida comienza a tomar visos de costumbre que, de todos modos, nunca se va a parecer a la que practicamos hasta el pasado mes de marzo. A todos nos ha cambiado este acontecimiento que, insisto ya en algo muy repetido durante estas semanas, ha incitado a las naciones y a las sociedades a preguntarse cómo conllevar a partir de ahora las vidas de cada uno.

Déjenme hablar hoy de lo que está pasando en los Estados Unidos. Los sucesos que desde hace dos semanas están protagonizando las primeras portadas de todos los medios no vienen de ahora, de la desgraciada muerte de George Floyd bajo la rodilla de un policía; los motines, manifestaciones y protestas que sacuden a todo el país son la respuesta a un largo descontento por la política racial de muchas instituciones de ese país, especialmente de sus policías, y es la condensación de diversas corrientes de fondo opuestas a la política de Trump y a la tradicional cultura racista de una buena parte del establishment. La muerte de Floyd ha sido la espoleta. Lo que está ocurriendo ahora mismo en las calles de Washington, de Los Angeles, de Minneapolis, de Nueva York, es la explosión de una olla a presión que venía hirviendo desde hace años y supone el principal factor que va a marcar sin duda las próximas elecciones del 3 de noviembre. No solo se decide quién va a presidir los Estados Unidos, si el demócrata Biden o el republicano Trump: los norteamericanos van a decidir qué modelo de país y de sociedad van a predominar en los próximos años. Nuevas generaciones –solo hay que ver las fotos de los manifestantes donde destacan los jóvenes– están ocupando la calle porque quieren ocupar también el futuro de un país que ya no responde a los viejos esquemas del racismo subliminal o de la desigualdad social.

Pienso que el proceso de cambio social que se está produciendo en aquel país es profundo, lo cual va a suponer que al final de ese tránsito salga un país distinto al que estamos acostumbrados a ver en las películas y en los medios. Si triunfa Trump asistiremos a un clima de tensión bipolar extremadamente grave y peligroso, con costosos efectos en la situación internacional; si gana Biden será posible asistir a una etapa de legislación positiva y de acciones tendentes a resolver las grandes cuestiones que hoy atenazan la convivencia americana: el racismo, la desigualdad, la distribución equitativa de los beneficios y el propio sentido de país en el mundo.

Esa inmenso nación tuvo momentos grandiosos que repercutieron de una forma o de otra en Europa. El New Deal rooselvetiano sirvió para aplicar en las sociedades europeas a partir de la guerra del 45 un modelo de estado social que todavía tratamos de conservar y defender. La década de los años 60 del pasado siglo fueron años de grandes cambios y de potentes energías de liberación: la oposición a la guerra del Vietnam y el propio combate contra el racismo llevó a la conquista de una legislación de derechos civiles que fue fundamental para superar el concepto de unos Estados Unidos divididos por raza y clase. Obama, con todas sus limitaciones y carencias, representó un momento crucial de una filosofía de la convivencia basada en la tolerancia y el respeto al diferente. Trump ha venido a incrementar el odio y el fanatismo social; ha llevado a los Estados Unidos al peor momento en el enfrentamiento civil entre sus propios habitantes.

Desde su fundación, dentro de la cultura norteamericana han convivido y disputado dos tendencias, dos paradigmas sobre qué son los Estados Unidos: por un lado, el principio de que ese país es producto de una minoría de blancos anglosajones que, guiados por Dios, fundaron una sociedad donde no todos eran iguales porque unos pertenecían a la casta de los elegidos y otros a la de los esclavos; por el otro, el fundamento de que todos los habitantes de ese gran país, procedentes de todas las regiones del globo, son iguales ante la ley y que los Estados Unidos basan su existencia en un patriotismo civil y no racial. Ambas concepciones, la racial y la civil, han compartido el espacio y el tiempo durante los últimos dos siglos. Se enfrentaron en una terrible guerra civil y han continuado disputándose la hegemonía desde entonces. Como dice el historiador Gary Gestle en su American Crucible: «El nacionalismo cívico norteamericano ha competido con la otra potente herencia ideológica, la del nacionalismo racial que concibe a América en términos etnoraciales, como un pueblo unido por una sangre y por una actitud hereditaria de autogobierno».

Esta es la batalla de fondo que se está librando, una vez más, en las calles y plazas americanas, en las cámaras legislativas y en los diferentes centros de poder. Un momento cumbre de esa batalla, seguramente la madre de todas las batallas, se discernirá el próximo 3 de noviembre. Confiemos en que las fuerzas sanas y cívicas de ese país sean capaces de doblar el pulso al nuevo fascismo, como ya lo hicieron en el pasado. Nos jugamos mucho todos los que vivimos en el resto del mundo.